Con la cabeza bien alta, casi en las nubes, transito mis días. Haciendo esto, haciendo aquello, haciendo nada.
Todo el tiempo buscando algo que no sé qué es, insatisfecho, a medio llenar, a veces desesperanzado.
Y llego constantemente a encrucijadas, a respuestas sin preguntas. Si pudiese detener los relojes del mundo entero y por un instante respirar con la tranquilidad de que el aire está fijo y que no estoy renunciando a nada.
Estoy ahí, en ese punto, tú lo conoces. Tú lo viviste, tú lo sufriste, tú no pudiste. Y aquí yo, repitiendo, sin guía.
Si tan solo aparecieras y me aconsejases, qué tanto más fácil sería todo.
Pero sólo en sueños, cuando los tengo, es que logro conciliar mi realidad y mi expectativa.
Ya no quiero llorar más, mis ojos rojos e hinchados dificultan mi visión y mi voz entrecortada da una imagen de mí que dista de lo que soy, o capaz que no.
A veces me pregunto, equívocamente, cómo sería. A veces no, dejo de llorar, me armo de energía y salgo a la calle a hacer aquello que creo que tengo que hacer.
Y después de que todo el dolor se ha ido, con la cara seca, una mueca que simula un sonrisa y la mirada relajada, vuelvo a la actividad, a olvidar por un rato, inútilmente, todo lo que me pesa.
Hasta que una sonrisa, una canción, una experiencia me transporten nuevamente a ese lugar que llevo dentro, donde no llevo más que recuerdos y sensaciones que van perdiendo su calor.
Y cada día un instante volver a pensar en ti.
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