domingo, 30 de noviembre de 2014

Mentirme.


Sería mentirme no reconocer que las cosas han cambiado. Ya no duele, no como dolía hace unos años, cuando el pecho se me cerraba y el poco aire que entraba en mi pecho me sofocaba. Ya no lloro todo el tiempo, ya puedo escuchar música sin derramar ríos de lágrimas. Me estaría engañando si no reconociera que ahora el tiempo todo lo ha calmado, que la tempestad ha mermado y que aquello que hace un tiempo me arrastraba hacia el fondo de un lúgubre pozo ahora apenas me estremece y, como mucho, logra sacarme unas débiles lágrimas. El corazón ya no grita como solía hacerlo y la garganta ya no se me anuda. Horas de mi vida fueron vividas en las tinieblas, golpeándome ciegamente contra muros que yo mismo levantaba, entorpecido por mis propias inseguridades y miedos, siendo la hora de dormir la única hora feliz, ya que me permitía alejarme de mi sufrimiento. 
Todo eso ha llegado ya a su fin, casi. Ahora puedo evocar recuerdos de los más dolorosos sin que ello signifique caer nuevamente en el pozo. La recuerdo y extraño todos los días, claro que sí, pero eso no evita que cada día su ausencia me dañe menos.
Esto quiere decir que lo estoy superando, sin lugar a dudas. Pero no sé hasta qué punto quiero hacerlo, si ello implica sentir menos.
Porque el sufrimiento, siendo aquel sentimiento que más buscamos evitar, es también aquel, junto al amor, que más humano nos hace. Quería estar mejor, y lo estoy, pero hoy eso me quita humanidad. No me considero masoquista, pero sufrir, llorar, sentirme mal, me reportan una satisfacción inconmensurable, me dicen que existo.
Sentimientos encontrados, quiero estar bien, pero también quiero estar mal.
Ya no lloro, ya no sufro, ya no siento.